A principios de este año, Alonso Díaz, de la Hermandad de la Peña de Madrid, me pidió que colaborase escribiendo algo relacionado con la Romería de la Puebla para la revista que publican anualmente. Guardo en mi pequeño cajón de sastre cibernético el texto, por si os apetece leerlo:
“Buen día el que se presenta…”,
piensa José nada más levantarse de la cama y subir la persiana de la ventana
enrejada que le muestra un espléndido cielo azul. “La caballería va a poder
lucirse en la calle Serpa. Lo que van a disfrutar puebleños y forasteros, ¡qué
alegría!”.
El olor a pan recién hecho, el
café portugués y unas tortas de manteca le sirven de sustento para la apretada
mañana que le espera. “Tengo que herrar el potro amorcillado, trenzarle la cola
y entresacarle las crines, ir a por las mulas, ayudar a Pedro con las jamugas,
buscar las espuelas, el sombrero… que no
se me olvide darle grasa a las botas, ahh, y la medalla…”.
“Acábate la leche, José. Que se hace tarde”. Unos ojos claros como el
agua que brota de la Balsita y un semblante serio como el de alguien que está a
punto de lanzarse a por el Pendón, le
miran desde el otro lado de la mesa.
“Lucía, este año los Mayordomos van a tener suerte,
¿verdad?”.
Sobre las calles empedradas
parecen resonar cascos y pisadas al compás de quien repica. José sonríe cuando
oye a alguien decir que cuesta trabajito andar por esas calles. Para él son
como la horma de sus zapatos, piensa que sus pasos y las piedras se conocen,
como se conocieron en su día las herraduras y la leyenda en la Pisá del Potro. Más de una vez le ha
aconsejado Lucía que vaya por la acera, pero él dice que ahí es donde tiene
peligro de tambalearse y no al revés.
Las fachadas encaladas brindan luz a las estampas que dibuja la Puebla
de Guzmán. Es abril, no hay duda alguna. El último domingo de este mes marca el
calendario de quienes sueñan con la Romería
de la Virgen de la Peña. Pero a José le ronda la Peña en la cabeza durante
todo el año. Casi a diario sube a la
Divisa, se acerca a la ermita y le reza, pide por los suyos y por los
demás.
“Falta poco para la Romería”. ¡Cuántas veces habrá dicho eso a los
paisanos a lo largo del año!
“Muchas, muchísimas, demasiadas...”,
piensa Lucía. Y nada más acabar las Fiestas, le falta tiempo para repetir: “De
aquí a ná, estamos friendo rosas otra
vez…”.
A menudo tiene José la sensación de que no le entienden
cuando hace el intento de explicar a los recién llegados lo que significa
vivirlo en persona y suele precipitar malhumorado el fin de la conversación con
un “Mejor lo dejamos… cuando hayáis oído el son del tamboril y no podáis dejar
de tararearlo, sepáis distinguir el olor a eucaliptos, jarales, romero y
tomillo que viste vuestra almohada cada mañana, cuando oigáis una toná de la Peña y os brote al instante otra de la garganta, hayáis
probado turmas y gurumelos y deseéis salir a la sierra cada año, cuando acompañéis
a los devotos en la procesión y se os ponga el pelo de punta al ver cómo la
alzan de cara al pueblo o se os haga un nudo en la garganta al verla entrar en
la ermita junto a los danzadores arrodillados, lo entenderéis”.
Incluso a Lucía, que ya lleva
años junto a él, parece cansarle su retahíla.
José se acerca a la Cebadilla y
saluda a los amigos que comentan los chascarrillos de esta y otras Peñas, de
cuando danzaban juntos, del año en el que fueron Mayordomos los primos de Jesús, del número de la rifa del caballo,
el 314, de las sevillanas tan bonitas que ha sacado el coro de la Hermandad... Se despiden brindando con
una copa de aguardiente y quedan en verse por la noche para montar con la
reunión. Cuando sube de vuelta a casa por la calle Larga, oye las campanas de
la iglesia. La caballería está a punto de salir…
“José, pasa adentro, que es la
hora de comer.”
Lucía acaba con su turno y regresa
a su hogar. Allí le cuenta a su marido que José no para de hablarle de la Peña,
que vuelve a pedir tortas y rosas cada mañana para desayunar, aunque nunca las
hayan tenido. Ayer mismo, dijo que iba a
la cuadra para arreglar las bestias. En el patio, que él llama la Plaza de la
Cebadilla, le cantó a los demás un fandango y luego insistió en invitar a una
ronda. Decía no sé qué de las espadas y levantaba su bastón al aire mientras danzaba
de un lado a otro ante el divertimento de los demás.
A Lucía le cae bien José, porque
parece tener algo especial. Le transmite cosas con las que se identifica,
aunque no las conoce ni las ha visto nunca, pero comparte los valores que este
anciano dice haber mamado desde pequeño en su pueblo. Siempre recordará algo
que le dijo José durante una fría tarde de febrero, cuando balanceándose en una
mecedora plantó repentinamente los pies en el suelo y suspiró: “¡Qué lunes de
Peña más caluroso, Lucía! Hazme el favor y me acercas la bota, que todavía no
hemos cruzado los Arroillos y tengo
la boca seca del polvo que está levantando la caballería.”. Bebió del vaso y
continuó, ”¿Sabes lo que me gusta de esta tierra, de sus costumbres y su
tradición? No se puede explicar con palabras, pero cuando te acerques algún
día, pide manos para apretar una cincha, alguien que cante contigo, pide un
plato de caldereta y un vaso de vino, pide fe y devoción, pide compartir y a
ver qué pasa…”.
Mañana Lucía volverá al trabajo,
se pondrá su bata blanca y probablemente verá a José en la puerta de la cocina
comunitaria ofreciéndose para batir la cidra. Puede que le encuentre en el
parque arrodillado delante de un viejo tronco de haya rezándole a su Virgencita
de la Peña, o cantando de madrugada por los pasillos, como otras tantas veces,
aquella de “Hasta las diez de la noche me dio mi padre licencia…”. Seguramente
seguirá el hombre llamando “Casa de
Fondos” al comedor del edificio, continuará negándose a caminar por la
acera, subirá a su planta, la Divisa, por las escaleras en vez de coger el
ascensor y confundirá el timbre de los avisos con las campanadas de la iglesia.
Lo que está claro es que no va a perder ese brillo en los ojos cada vez que su
imaginación torne todos los meses del año en abril y se repitan más sábados,
domingos, lunes y martes, que el resto de los días que tienen las semanas.
Esta vez Lucía encuentra al viejo acostado en su habitación. Le da las
buenas noches y con un hilo de voz, José le describe lo espléndidas que son las
vistas desde el Peñón.
“Descansa José, que mañana es domingo”.
“Hay que estar arriba a las doce para la
procesión…”, contesta cansado y mira algo sorprendido las arrugas de sus manos
sujetando la medalla. Ocho años después de su última Romería, de dejar atrás el
Alto el Bugo definitivamente, sabe
que volverá a encontrarse con todo aquello que dejó atrás y con Ella. En
aquella habitación 314 de la residencia de ancianos, José sonríe y cae en un
profundo y largo sueño del que no volverá a despertar jamás. Quizás ahora deje
ese mundo ficticio para hacerlo realidad. Tan real como el sentimiento peñero
que le acompañó durante su vida.
Porque ese sentimiento no se pierda
nunca. ¡Viva la Virgen de la Peña!