Poco después del día de Año Nuevo, la apariencia del ambiente navideño vivido horas antes, se tornaba en un lúgubre paseo de sombras perdidas por las calles de aquel pueblo. Nadie sonreía, el gris del cielo acompañaba a los oscuros mantos de las señoras, al humo de chimenea, al vaho que salía de las bocas sedientas de... Saaaaangreeeee!! Mooorcillaaa de saaangre!
Y es que se encontraban en plena época de matanza. Los deseos choriceros, solomilleros, incluso paletilleros, servían al respetable para conectar con su lado más siniestro, que sólo lograban saciar con el sacrificio de un pobre gorrino bien entradito en arrobas.
Ese año habría ocurrido lo mismo que el anterior y el previo al último, así como el antepenúltimo del de antes, o el que precedió a todos estos, si no hubiese sido por un pequeño detalle: los cerdos habían desaparecido de la faz de la tierra!! OOOooiiiiiiiiinnnnnk.
Algunos achacaban la situación a las malas artes que ejercía una vieja verrugosa en la trastienda de su venta, donde entre copa y copa despachada, aprovechaba el tiempo para repartir hechizos por doquier, como si no hubiera un mañana, ni un pasado mañana, ni el día después de pasado mañana... Dicen las malas lenguas que con uno de ellos consiguió envenenar las bellotas y al primer mordisco del cerdo, éste se hinchaba como una pelota que, tras una estruendosa flatulencia, salía disparada por los aires a imagen y semejanza de un globo desinflándose, para perderse más allá de los montes que lindan con Portugal y acabar aterrizando sobre el suelo la única parte que de tan preciado animal lograba perdurar: su rosado y rizado rabito. PPppfffiiiiiiiiiiiuuuuuuuuuu.
A falta de manteca colorá, buenas son las tostadas con mermelada, pero ¡todos tenemos un límite! Si no que se lo pregunten al inocente grupo de amiguetes que entró en la venta el día equivocado, a la hora inapropiada y en el momento más inoportuno que jamás habían vivido... y jamás volverían a vivir. Cuentan los sabios ancianos (ahora vegetarianos) de aquel lugar, que el tabernero los recibió ese día con los brazos exageradamente abiertos, invitándoles a compartir con los demás seres que poblaban la barra el visionado de un ameno film que le traía buenos recuerdos. Extrañados, pero con tal de complacer al señor, los jóvenes aceptaron y pidieron una tapa de brócoli ante la escasez de panceta.
Con la excusa de la proyección, pronto se apagaron las luces y la vieja sacó de la trastienda grandes velas esféricas que fue disponiendo sobre cada una de las mesas. A medida que avanzaba la película, la cera fundida iba expeliendo un sospechoso olor a torrezno que embriagaba a los espectadores hasta tal punto, que las facciones de los protagonistas de la cinta parecían convertirse en las faces de puros cerdos ibéricos de sierra. Paulatinamente, los propios jóvenes sentían transformarse en cuerpos porcinos, mientras, sigiloso en la penumbra, el tabernero cerraba puertas y ventanas, frotándose las manos por el festín que se iban a dar. Los bultos apoyados sobre la barra se giraron hacia los nuevos gorrinos y mostraron sus salpicados mandiles e instrumentos de sección. Justo en ese momento un fogonazo de luz emergía de la vela y mostraba el nombre del primero de la lista. El destello del metal, unos ojos ensangrentados, su nombre en fuego y la risa de la vieja verrugosa es lo último que cada cerdo pudo concebir antes de despedirse con un sonoro iiiieegiiiiJIIIIIG!!
Aún hoy llueven rabitos de puerco por la zona, pero nadie ha vuelto a probar un jamón de pata negra como mandan los cánones. Nadie, a excepción quizás de la vieja de la trastienda y sus matarifes.